martes, mayo 29, 2007

Los 30 de Star Wars

Mi papá dibujaba muy bien. A medio camino de arquitecto (lo echaron de la universidad creo), fotógrafo, dibujante técnico y medio diseñador industrial, lo recuerdo como un tipo que minuciosamente resolvía todas mis tareas que implicaban ilustraciones. Así, cuando pidieron un recorte de fotos de accidentes, mi papá dibujó tres: la de un tren descarrilado, un tipo que caía de su bicicleta y una citroneta chocada. Era fascinante cada vez que había que llevar fotos porque yo prefería los dibujos de mi papá. Mis compañeros incluso me pedían dibujos para ellos.

Del mismo modo, cuando fuimos al estreno de esa película que estaba dejando la pelota llamada Star Wars, La Guerra de las Galaxias, llegamos a la casa y me dibujó las naves del imperio, la nave caza de Darth Vader y las bellísimas X-wing de los rebeldes. Todo esto con el tema de moda entonces: Star Wars en versión onda disco. Había algo verosímil en esta película del espacio, una aventura frenética con elementos religiosos con poderes telepáticos. Alucinante. Ya entonces entendía que jamás dibujaría como él. Yo nunca fui malo para el dibujo pero ni cerca de lo fácil que era para él un rostro, un paisaje, una foto, o el diseño abstracto de un plato de porcelana, que fue la última pega que hizo.

Él no sobrevivió a ninguna de las siguientes películas. Se quedo allí, con la idea de Star Wars como una cinta única, cuando ni siquiera era llamada Episodio IV.

Entonces, me pasé toda la vida sintiendo que veía el resto de la saga y que me faltaba un pana que me acompañase y que lo disfrutase como yo.

Aún así, recuerdo el estreno de El Imperio Contraataca en el cine Pedro de Valdivia con unos amigos del barrio y con unos tíos. Salí decepcionado porque no era lo mismo, pero también me sentí profundamente interpelado por el momento sublime en que Vader, más malo que el natre, pronuncia su inolvidable “yo soy tu padre” luego de que le ha cortado el brazo a Luke.

El recuerdo de esa película lo enterré profundamente. No la vi por un montón de años y tiempo después cuando la vi en casa de un amigo que tenía reproductor BETA, sentí que la estaba viendo por primera vez. Tan solo me acordaba de la sensación y de las revelaciones, no de las escenas.

El regreso del Jedi fue también diferente porque se cerraba todo, se acababa todo y nosotros, un poco mayores ya, podíamos disfrutar las cosas más intensamente. Luego de ver el estreno en navidad, creo que en el demolido cine Las Lilas (soy de los que se alegra que lo destruyesen pues sonaba como la callampa), fuimos sostenidamente al centro de Santiago, al antiguo cine Rex (donde ahora está el Hoyts Huérfanos) y nos pasamos varias tardes viendo la película en rotativo una y otra vez. La aprendimos hasta el último rincón. Curiosamente, a mí no me gustaba tanto. Entre esos osos odiosos llamados ewoks, y un papel de Han Solo más desabrido que chupar un clavo, había momentos fascinantes también: la muerte de Boba Fett, la persecución de las motos en el bosque, el ataque a la estrella de la muerte, la escena de la pelea entre Vader y Luke (pese a que el papel de Luke en esta parte también apesta).

En esos días, como no tenía video, fui capaz, con mi hermano, de grabar el audio de La Guerra de las Galaxias en cassette para tenerlo de alguna forma. Nos lo aprendimos de memoria.
Paralelo al Regreso del Jedi mi mamá nos compró un vinilo con la música incidental de John Williams pero en una versión medio mula de otra orquesta, bastante similar en orquestación, pero que carecía de los momentos más emotivos.

Nuestro amigo Daniel, fanático a más no poder, recibió una navidad la cabeza de Darth Vader, que se podía abrir y adentro podías dejar ordenadamente las figuritas de Kenner de cada personaje.

Mi hermano recibió el Halcón Milenario de Han Solo otra navidad.
Yo no recuerdo haber tenido más que las figuritas. Mantengo hasta hoy al Emperador Palpatine de esos días.

Para los 20 años se volvió a dar la saga en los cines, como una antesala de lo que era la gran noticia: tres películas más sobre la primera época. En Chile estaban instalándose ya las primeras salas con sonido decente por lo que ese revival fue un deleite.

Y llegó el esperado Episodio I.

Yo trabajaba en “La Grúa” en Rock & Pop. Ese día andaba, qué raro, con un sueño de puta madre. A las 8 de la noche, estaba con pijama en el departamento, durmiendo. Me llamó Julito, otro fanático de Star Wars que trabaja ahí en la radio aún, para decirme que me viniera porque tenía entradas para la primera avant premier.

Cómo llegué no lo recuerdo.

Pero ahí estuvimos, emocionados, para ver el primer episodio, esta vez con todo el respaldo de la tecnología digital.

Y quedamos sutilmente decepcionados. Jar Jar Binks, los gungans, el mundo submarino, el reino de Naboo, el idiota ejército de androides y los sith regresando a tomarse el poder con uno, sí uno solo, de sus entrenados, un acróbata más parecido a Feddy Krugger que a algo amenazante. Pésimo. Por un momento pensé que me había vuelto adulto, pero me acordé de la cara de entusiasmo de mi papá y entonces concluí: “la película es como el pico”.

Para el episodio II, El Ataque de los Clones, anduvo circulando un tráiler falso con escenas tomadas de varias otras películas, tan bien armado que terminamos por un tiempo pensando que venía de ese modo, con ese tono, pero este Episodio II también fue un fiasco. Ya, las peleas del ejército de clones y los insectos estaban regulares, pero las idiotas escenas de amor entre Padme y Anakin han sido de lo peor que he visto en mi vida. Podría ser infantil, o sutilmente adolescente, pero es absurdo e inverosímil. Paralelamente, el personaje más importante, Anakin, es un pendejo idiota y no un tipo malvado necesariamente.

Al final del episodio II, cuando Anakin se casa con Padme, yo había perdido toda la esperanza.

Mi aventura con el Episodio III fue infartante. Con Julito llegamos a ver la avant premiere a un lugar donde no era. Qué mierda. Y llovía. Rajamos en el rojo rabioso hacia el otro cine. Nos perdimos los primeros minutos, pero llegamos.

Recobré un poco el habla. Las uniones, el argumento, la caída de Anakin, esta vez tenían todavía ese aire de idiotez, pero había algo de crueldad.

No terminó lo mal que yo esperaba. Vader no volvió a aparecer todo lo que yo esperaba.
Esa tarde de lluvia volvimos a la radio con Julito, Zombie y Claudio PSX. Silenciados. Mudos. No sé si por haber quedado disconformes o porque ya no habría más.

Raro.

Entonces me pregunté si a mi papá le habría gustado verlas todas las demás y si las habría disfrutado. Me pregunté si disfrutaría las ediciones especiales de la trilogía, esas que tuvieron escenas nuevas y reposición de material. También traté de imaginar su cara en ese auto, discutiendo o sintiéndose frustrado de que era la última película y de que, claro, no era tan buena al final tampoco.

Así las cosas, de las seis películas sólo me gustan dos, que son los episodios IV y V (Una nueva Esperanza y El Imperio Contraataca). Hay escenas de las demás que me agradan pero no me siento vinculado ni inmerso en el universo de Star Wars a raíz de ellas. Pero si me preguntan acerca de Star Wars por supuesto que soy fanático. Mi personaje preferido es, lejos, Obi Wan Kenobi, sobre todo interpretado por Sir Alec Guiness, y creo que no se le hizo justicia a Vader en el sentido de construirle un descenso a los infiernos del lado oscuro de manera digna. Anakin es solo un pendejo de mierda engreído.

Aún así, a 30 años haría una maratón con mi papá y pararía sólo para ir al baño a mear y comeríamos pizza y cosas así. La pondríamos fuerte, criticaríamos el sonido y los efectos especiales, nos reiríamos de las actuaciones y de los diálogos idiotas (que son los más).

Pero bueno, cuando uno quiere algo, lo quiere tal cual. Felices 30, Star Wars.

lunes, mayo 07, 2007

Voy a ponerme a escribir y lo voy a publicar...

Escribo desde muy pequeño. Un invierno en el que tuve un pobre desarrollo en un dictado, mi abuela, que nos criaba, tomó una drástica decisión. Nos compró un cuaderno a mi hermano y a mí y todos los días hábiles de las dos mugrientas semanas de vacaciones de invierno teníamos que escribir algo en ese cuaderno. Cualquier cosa, con un mínimo de 5 líneas.

El martirio era atroz. Porque, obligado a hacerlo, te sentabas frente a esa hoja en blanco y no se te ocurría nada. No valía copiar algo porque el problema no era mejorar la letra. La idea era contar alguna cosa. Mi hermano me puteaba a mí, que por mi culpa él tenía que enfrentarse a esta decisión tan castradora de cambiar el hacer nada por escribir algo desde dentro de tu cabeza hueca.

Y de a poco iba saliendo algo. Una historia, algo que veías en la tele, una impresión, la descripción de esos días fríos o mis primeros comentarios literarios sobre obras como Colmillo Blanco, los cuentos de Poe o las peripecias del niño de La vida Simplemente de Oscar Castro.

Llegaba el tiempo del colegio y nos alegrábamos tanto de no tener que seguir escribiendo. Porque bueno, a los 9 o 10 años, ¿de qué podrías escribir? Muchas veces me habría gustado hablar de mis vecinas (que alguna vez me gustaron todas por igual) pero la abuela revisaba todo: escribir algo era hacer público algo. Y si uno intentaba poemas era como ridículo. Y mi abuela señalaba siempre: "quiero que se note el sujeto y el predicado".

Las composiciones de 5 líneas, que nos permitían finalmente autorización para poder ir a jugar a la pelota, se tomaron también el verano que siguió. No fuimos de vacaciones a ninguna parte y por lo tanto, desde el 2 de enero hasta el viernes antes de entrar a clases en marzo, mi hermano y yo llenamos un cuaderno pequeño de 40 hojas cada uno. En cada carilla, 5 líneas de esos relatos inconexos. No valían los puntos aparte ni los finales a mitad de la quinta línea.

"Más de tres cuartos de la línea", decía mi abuela.

Con esa experiencia jamás imaginé que me vendrían ganas de escribir. Pero lo que vino después fue automático. Me regalaron un cuadernillo como diario de vida y comencé a escribir en él, probablemente influenciado por Ana Frank. A medio camino, encontré tan idiota lo que escribí que lo hice pedazos y lo quemé en la parrilla de la casa.

Después, influenciado por el cine, comencé a escribir otra vez, y esta vez más cerca de los relatos de ciencia ficción. Y me pasaba lo de siempre: se abrían tanto que no podía terminarlos. No eran cuentos necesariamente. Pero se echaban a perder a mitad de camino, me cargaba la prosa y terminaba echando todo a la basura. Leía otro tanto y me echaba a andar con cuentos de terror que no asustaban ni a una mosca. Entonces, a los 14, leí la saga de Fundación de Isaac Asimov. Cada vez me frustraba más. Mi hermano era mi único lector, por lo que obtenía comentarios como "igual a Star Wars", "esto es como el Capitán Futuro", "le copiaste a Duna".

Un sábado por la tarde había programa triple en el cine del centro de San Bernardo, donde yo vivía. Daban Apocalipsis Ahora, Blade Runner con Harrison Ford y una bosta llamada El Hombre del Lente Mortal, con Sean Connery. Como Harrison Ford era el héroe de Star Wars todos queríamos ir a verla porque se veía de ciencia ficción y buena.

Esa tarde, toda la tarde en el cine, me cambió la vida por completo. Desde el salto del tigre al bote de Apocalipsis Ahora, (creo que recuerdo haberme meado un poco del susto) pasando por el degollamiento de la vaca, el bombardeo con la música de Wagner... y luego Blade Runner, con sus autos que volaban sobre una ciudad oscura, gente que hablaba lenguas raras y estos androides replicantes con ataques de violencia cuando les hacían muchas preguntas. Daryl Hannah haciendo contorsiones y ahorcando al desprevenido agente Deckard con su entrepierna... en fin... a los 13 años, y en una tarde, eso era mucho. Mis amigos odiaron Blade Runner porque querían ver soldados imperiales y naves espaciales. Yo de vuelta a la casa no solté palabra. El cine pesimista y efectista de los ochenta me había entrado hasta la médula.

Unos tres años después, conteniéndome, le di forma a una historia inspirada en Blade Runner pero localizada en Chile, en la que contaba las andanzas de un estudiante de derecho en un país sacudido por la violencia y en medio de una dictadura empresarial o algo así. Estaba pésimamente mal escrita, como era lo usual, pero con el paso de los años fue la única cosa que he escrito que no me atreví a romper. No sé por qué.

Hace un tiempo me percaté que, desde entonces, han pasado 20 años. Ya no fui un escritor amateur juvenil, al menos ni siquiera para mí mismo y mi círculo de gente. No me atrevería jamás a publicar algo porque lo encuentro indigno. Pero durante mi período de cesantía, oh acá la razón última de este posteo, recogí ese cuaderno y lo leí con algo de vergüenza. Y me percaté de que la historia en sí podía ser, como decirlo, salvada o reescrita.

Pensé en su destino inmediato. No pretendería editarla jamás porque no tiene la altura de una publicación. No soy escritor. Pero frente a la compulsión que tengo dentro por tantos años, de querer hacer que alguien lea algo de mí, es que pensé en el sistema del blog hace apenas un par de semanas. Como llevo escrito un tanto de esta versión repensada de mi clásica novela de adolescencia, sigo obstinado con la idea de que hacer entregas periódicas por blog es la mejor manera, la más digna, de darla a conocer.

En todo caso, en estos precisos instantes, recién cachando como es mi nueva pega (condoros de por medio sustanciales a cada rato), cambiándome de casa, y con una cría nueva, no he avanzado lo que quisiera. La idea es comprometerme públicamente a retomar mis riendas usuales una vez en casa, terminado el semestre de la universidad y ya está... me pongo a escribir y en agosto lanzo la primera entrega por web.

Es más, le pongo fecha: 19 de agosto.

Y como solía ser mi estilo anterior... ¿ha escrito usted alguna vez algo de ficción? Si no lo ha hecho aún, ¿de qué cosas escribiría?